El diseño industrial en la era postcovid-19: el tiempo del planeta.

Resulta irónico como un virus de 100-160 nm de diámetro, invisible ante nuestros ojos, ha conseguido poner en evidencia (una vez más) las fallas de un sistema donde el beneficio económico predomina sobre otros aspectos como la sostenibilidad del planeta o el empobrecimiento de las poblaciones que actúan como proveedores de recursos. Recursos que explotan y consumen las poblaciones enriquecidas.

En la reserva de Nahua-Nanti , situada dentro de la selva Amazónica, se enmarca el proyecto Camisea, una megaexplotación energética basada en la extracción de gas por parte de empresas como la española Repsol, que amenaza la vida de tribus indígenas como los Nahua, Nanti, Matsigenka y Pashco-Piro.

El COVID-19 logró durante la primera mitad del año lo que ningún otro virus había hecho antes: interrumpir casi de manera definitiva la actividad en la mayoría de los países del mundo. Más de cuarenta países mantuvieron la cuarentena obligatoria y se estima que alrededor de 2900 millones de personas, casi el 40% de la población mundial, tuvo que confinarse.

Aunque se trate de un acontecimiento que nadie preveía, existen precedentes claros que muestran que no es un hecho aislado, sino que se trata de una tendencia en auge. Ébola, Zikka o el síndrome MERS son algunos ejemplos de patógenos infecciosos cuyo vector de trasmisión han sido animales y que han puesto en jaque, aunque en menor medida, algunas zonas del planeta en los últimos años.

En 1999 un brote de la enfermedad de Nipah, con una letalidad del 40 %, asoló Malasia. Su origen se encuentra en el gran zorro volador, una especie de murciélago que transmitió la enfermedad a cerdos criados como ganado. Esta especie ha sido expulsada de sus hábitats naturales a causa de la deforestación y los incendios, lo que ha provocado su desplazamiento a entornos urbanos.

El incremento de brotes de este tipo de virus está estrechamente relacionado con la pérdida de biodiversidad que ha sufrido el planeta con motivo de la sobreexplotación de recursos o el aumento de la superficie de cultivo para abastecer a una población que cada vez consume más y con menos sentido. Solo basta reflexionar sobre el hecho de que, en la actual situación en la que estamos sumergidos, la economía mundial se tambalea porque estamos comprando únicamente lo necesario. La contaminación, la deforestación o los incendios masivos como los de Australia son consecuencias directas de nuestra actividad industrial derivada de este consumo descontrolado

En el pasado mes de septiembre, más de 200 focos de incendios arrasaron con un total de 10 millones de hectáreas en Australia. El humo de los incendios llegó a Argentina.

Pero ¿qué tipo de relación guardan la pérdida de biodiversidad y el incremento de pandemias como el SARS-CoV-2? En 2018 la Organización Mundial de la Salud (OMS) incluía en la lista de patógenos infecciosos más peligrosos, algunos de los cuales ya se han nombrado arriba, una enfermedad ‘X’. Denominaban así una patología aún desconocida, pero con la capacidad de generar un impacto como el que estamos observando con el coronavirus. La previsión de la OMS no se debe a la clarividencia de este organismo, sino que se fundamenta en lo que la comunidad científica lleva anunciando a bombo y platillo durante muchos años:

‘La destrucción de ecosistemas sanos y vírgenes, y la llegada del ser humano a zonas donde su presencia era insignificante, supone un riesgo para la salud global. Los ecosistemas sanos suponen una barrera natural contra patógenos que afectan a los seres humanos, pero la tendencia que observamos es justamente la contraria‘.

En morado, pérdida de cobertura forestal en la Amazonia en 2019.

En relación con las consecuencias que tiene la destrucción de hábitats y la consecuente pérdida de biodiversidad, Ecologistas en Acción indica lo siguiente:

“Las especies que tienden a sobrevivir en estos casos suelen tener mayor predisposición a albergar y transmitir enfermedades infecciosas. una mayor diversidad de especies implica un efecto de dilución, ya sea por el aumento de número de especies en la cadena de contagio o por el efecto cortafuegos natural que provoca una alta diversidad genética, entre otros factores”

Además, añaden:

“Cuando las personas entran en contacto con especies con las que no ha evolucionado para convivir, y la ocupación del suelo por parte de la civilización se adentra cada vez más en entornos salvajes, mayor es el riesgo de aparición de una pandemia”.

La incursión del ser humano en hábitats antes inexplorados viene principalmente motivada por una necesidad por parte del sistema de producción de seguir explotando el planeta para la obtención de unos recursos que, parecemos haber olvidado, son limitados, priorizando la salud del mercado a la del medioambiente. Esta, junto con otras actividades como la agricultura y la ganadería intensiva, derivan de una tendencia de consumo que encuentra sus orígenes en la revolución industrial y el comienzo de la producción en serie, y que debe cambiar si queremos encontrar una solución a tiempo. Nuestra responsabilidad como sociedad pasa, entre otras medidas, por consumir menos para reducir así la velocidad de extracción de recursos, que supera con creces la velocidad a la que el planeta es capaz de generarlos.

En 2014, la palma de aceite ocupaba aproximadamente 15 millones de hectáreas alrededor del mundo (United Nations Environment Program, 2011), brindando una producción de 50.518.000 millones de toneladas. La cantidad de carbono liberado cuando se tala una hectárea de bosque para cultivar palma aceitera es, aproximadamente, equivalente a la cantidad de carbono que producen 530 personas que vuelan de Ginebra a Nueva York.

Como diseñadores, ejercemos un papel fundamental en el desarrollo de productos pensados para ser renovados periódicamente dentro de lo que se conoce como ‘obsolescencia programada’. La ya demostrada mala praxis de diseñar productos cuya fecha de caducidad está fríamente calculada para asegurar el beneficio económico que dichos productos aporten a la empresa se ha convertido en una actividad autodestructiva que amenaza el porvenir de nuestro planeta. En un sistema como el capitalista donde no se concibe el ‘éxito’ de un producto si su vida media se extiende demasiado en el tiempo, la alternativa de consumir menos supone un obstáculo para el crecimiento de las empresas.

Es en este ámbito donde los diseñadores, al igual que todos los profesionales involucrados en el desarrollo de productos, pueden ejercer una influencia tal que permita establecer una nueva relación de equilibrio entre la capacidad del planeta y el consumo humano. Cada vez son más las iniciativas integradas dentro de este marco. La utilización de materiales sostenibles, la concienciación sobre el reciclaje y la reutilización o nuevos modelos de producción basados en el acercamiento de los centros de producción a los centros de consumo (comercios locales y de proximidad) que permitan reducir la huella de carbono de los productos son algunos de los muchos ejemplos que forman parte de una nueva mentalidad que busca ‘la restauración de los territorios degradados por la acción humana, la protección de las tierras salvajes y la biodiversidad, el abandono de las prácticas de explotación abusiva del medio natural y un cambio de paradigma hacia una economía que respete la naturaleza’, tal como señalan desde Ecologistas en acción.

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